18.9.07

La carta robada, parte I - Edgar Allan Poe

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18..., me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.
—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».
—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no, nada de eso!. El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un caso excesivamente singular.
—Simple y singular —dijo Dupin.
—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados porque el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.
—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted —dijo mi amigo.
—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.
—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.
—¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!
—Un poco demasiado evidente.
—¡Ja, ja, ja!... ¡ja, ja, ja!... ¡jo, jo, jo! —reía nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.
—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.
—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.
—Continuemos —dije.
—O no continúe —dijo Dupin.
—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que continúa todavía en su poder.
—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.
—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.
—Sea usted un poco más explícito —dije.
—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.
El prefecto era amigo de la jerga diplomática.
—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.
—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
—Pero este ascendiente —repuse— dependería de que el ladrón sepa que dicha persona lo conoce. ¿Quién se ha atrevido…?
—El ladrón —dijo G***— es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El método del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que estaba sólo en el boudoir real. Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en una gaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entró el ministro D***. Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen la letra de la dirección, observa la confusión del personaje a quien ha sido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones sobre negocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, coge de la mesa la carta que no le pertenece. Su legítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no se atreve a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.
—Aquí está, pues —me dijo Dupin—, lo que usted pedía para hacer que el ascendiente del ladrón fuera completo, el ladrón sabe de que es conocido del dueño del papel.
—Sí —replicó el prefecto—; y el poder así alcanzado en los últimos meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho abiertamente. En fin, reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
—¿Y quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un oyente mas sagaz que usted?
—Usted me adula —replicó el prefecto— pero es posible que algunas opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
—Está claro —dije—, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.
—Cierto —dijo G***—, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue hacer un registro muy completo de la residencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que resultaría de darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.
—Pero —dije—, usted se halla completamente au fait en este tipo de investigaciones. La policía parisina ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
—Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, y siendo principalmente napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar la mansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gran secreto, la recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta convencerme plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
—¿Pero no es posible —sugerí—, aunque la carta pueda estar en la posesión del ministro como es incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su casa?
—Es poco probable —dijo Dupin— La presente y peculiar condición de los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validez del documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta importancia como su posesión.
—¿La posibilidad de ser exhibido? —dije.
—Es decir, de ser destruido —dijo Dupin.
—Cierto —observé—; el papel tiene que estar claramente al alcance de la mano. Supongo que podemos descartar la hipótesis de que el ministro la lleva encima.
—Enteramente —dijo el prefecto— Ha sido dos veces asaltado por malhechores, y su persona rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.
—Se podía usted haber ahorrado ese trabajo —dijo Dupin— D***, presumo, no está loco del todo; y si no lo está, debe haber previsto esas asechanzas; eso es claro.
—No está loco del todo —dijo G***—; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la locura.
—Cierto —dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de humo de su pipa—, aunque yo mismo sea culpable de algunas malas rimas.

1 comentario:

Pelos Lokos dijo...

da unas cuantas vueltas pero me gusto mucho !!!!

cuando la seguis ????