1.8.20

Las tres lunas

El polvo. Eso es lo primero que recuerdo. 
No, mentira, son las lunas, es la sangre.
Sigo mintiendo.
Para poder contar el sueño hay que empezar por el principio.
¿Saben que no existe el principio?

El polvo, la tierra a la altura de mis pies en este camino de pueblo.
Esa es la imagen primera.
Estoy detenida en una encrucijada, tan real como poética la cosa.
Levanto la vista y miro a la derecha. Sobre ese camino, el sol.
¿Era un día radiante? ¿Estaba amaneciendo? ¿Estaba anocheciendo?
La memoria son los duendes de Liniers jugándome una broma.
Vamos a inclinarnos por un incipiente ocaso.
Miro a la izquierda, tres lunas radiantes. 
La noche más oscura y destellante. 
El impacto es intenso. Un golpe en el pecho, me quedo sin aire. 
Tal es la belleza que deseo haber sido una buena fotógrafa para registrar de forma implacable lo que captan mis ojos. Para poder capturar ese momento, robárselo a lo efímero y volverlo parte de mí.
Como no puedo, hago algo similar: me quedo un rato observando con detenimiento, dejo que la luz me transmita la imagen y deseo con fervor que los cristales de plata de mi cerebro funcionen, que sean lo suficientemente sensibles como para crear la imagen latente que estoy queriendo guardar.
Pienso que ayudo si me detengo con particular énfasis en los detalles, en el blancoplateado de las lunas, en el relumbre salpicado de las estrellas, en lo recalcitrante del negroazulado nocturno, en su disposición espacial que forma una especial composición derecha-izquierda-derecha, de arriba a abajo.
La mente puesta en modo "no olvidar".
Quiero tener esta tríada lunar asimétrica conmigo para siempre. 

Finalmente, caigo en la cuenta de que tengo que seguir caminando, no puedo quedarme maravillada hasta que desaparezcan. 
Llego a la que es mi casa, me encuentro en un espacio que podría ser un living. El plano está sobre mi hombro derecho, no llego a ver alrededor. Son todas conjeturas.
Lo que es certeza plena es que tengo trillizos.

Algo pasa. 
Acuno al segundo bebé en mis brazos, creo que lo tengo que alimentar. Estoy intranquila.
El bebé está cubierto de pies a cabeza, todo abrigado con una tela gris refulgente, alcolchonadita. Por el extremo superior de su abrigo, por encima de su cabeza, curiosamente veo una gota de sangre resbalar. Cae al piso de madera. Casi que siento el choque dinámico del goteo estático, como colisiona con peso, con presión y se expande. Es todo en el mismo tiempo. La gota cae, la sangre entra en contacto con el polvo, con el piso y desde su origen emana una nueva. 
¿Llevo la mano a la sangre, o la boca a la sangre o la mano con sangre a mi boca?
El sabor es enfermo. Todavía tengo esa desazón en la lengua. No puedo describir el gusto. Pero lo siento. Lo siento. Me dan ganas de llorar, entiendo todo. No entiendo nada. 
Al primero también lo maté. El primero también se me murió. No sé qué hice. No está en mi memoria. Pero está la convicción de que así fue. Ni me dudo, sé que así fue.
Empiezo a desprender al bebé del abrigo. Cuando logro extraerlo veo con estupor un mapa de caminos carmesíes. Se parece a una banana en esa forma acunada. Suena raro pero es como lo veo, es lo que pienso. Que es una banana. Agarro con la punta de los dedos una de esas rutas carmines y tiro hacia arriba suavemente, la desarraigo del cuerpo, separo el floema, la pelo. Advierto cómo mis ojos se abren con consternación, los músculos faciales se tensan, el cuello más duro que nunca. Mi cuerpo se va volviendo más frío y el de él se va a apagando. Lo sé. Se está apagando. ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Cómo paro esto? ¿Cómo hago que se detenga este proceso? ¿Qué es lo que está pasando? Sigo mirando su cuerpo diminuto que sostengo en mis brazos, es... es demasiado escribir esto. Es una masa de algo que está dejando de estar, es una abominación de sangre, pero están sus manitos, está su carita en el medio de todo ese rojo rojo rojo rojo rojo rojo, hay partes de él.
Y de pronto ya no está.

Se supone que tengo que alimentar al tercero.
No puedo hacerlo. No quiero hacerlo.
Lo voy a matar como a los otros y no quiero que se muera.
No voy a acercarme. 
Se me murieron. Se me murieron.
Sacudo la cabeza en negación, tengo la boca abierta del espanto, de la agonía, la frente arrugada por la incredulidad de mis ojos en los que las lágrimas están cargadas, pero las pestañas no quieren apretar la cola del disparador. 


Me despierto.