Cálido.
Estoy sentada en la mesa con los antebrazos apoyados sobre el mantel de cuadrillé celeste y margaritas amarillas que ahora tiene la tela un poco corrida, plegada sobre sí misma, porque me inclino hacia adelante.
Sonrío con la boca llena de algo dulce que no puedo recordar qué es, porque me encuentro muy ocupada grabando mentalmente la manera en la que te divertís conmigo.
Escucho tu voz diciendo pichona, no hablés con la boca llena, a lo que retruco en el mismo estado, tratando de hacer una especie de puchero sin que se me escape la comida de la boca, que ese es precisamente el juego. Tenés que adivinar qué estoy diciéndote en estas condiciones.
He ahí el desafío, lo que nos entretiene.
Vos estás de frente, pero a tu izquierda, que sería mi derecha (cómo me cuesta la orientación espacial eh), el abuelo se está riendo. Bueno, no, mentira. Se sonríe pero eso es como una risa, siento su alegría aunque no venga envuelta en un sonido desmedido. Sus ojos me miran con una dulzura que transmite todo lo que sus palabras no me dicen.
El abuelo me trata de usted y eso me encanta.
La estamos pasando bien los tres y eso realmente me encanta.
Es magia que nos traslada a un lugar que no quiero dejar.
Reímos porque me cuesta hablar sin armar quilombo, a vos te cuesta adivinar qué cuernos digo, a él lo desborda esta calma feliz, este juego de tarde de sol pacífica en el living de casa.
Me despierto medio llorando pensando que tengo que armar un grupo de whatsapp nuestro.
Pero son las 3.05 am y con vos no hablo hace mil años, y con él.. ya no puedo hablar tampoco por más ganas que tenga.
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