Más de una vez
soñé que te morías. Nos reuníamos todos en tu velatorio, una habitación sin
paredes, fondo de color papel A4 que enceguecía. En el medio, una caja alargada
de madera que brillaba como si le hubieran pasado un gloss para labios color caoba.
Dentro de la caja, asomaba tela de seda que me hacía pensar en patos, gansos, plumas.
No llegaba a ver más que la parte de los pies, que estaba cubierta por esa tela.
Sobre el resto del cajón se congregaban los amigos y amigas a llorar, todos
como hormigas volviendo al nido, algunas soportando el peso de otras que
desfallecían frente a la visión de tu cuerpo que ya no dormía, ya no respiraba.
Una bolsa con comida para alguien que no tiene hambre. Un peluche sin la magia que
tenía cuando éramos niños y lo llevábamos de la mano de aquí para allá.
Cuando me
despertaba quería darle sentido al sueño. Pensaba que era la única excusa, la
única forma en la cual nos podíamos volver a ver todos de nuevo: si uno de
nosotros se moría. Si vos, si vos te morías. El único capaz de llamarnos de ese
modo. Cada uno tenía sus falencias, sus lugares llenos de mierda, recovecos de
lámparas sin luz, sus pifies. Vos no. Al menos no con nosotros. Para nosotros
sólo eras abrazo, la sombra en el calor del verano, la palabra que masajeaba
espaldas, la mano que aflojaba tensiones, la alegría de la nieve que empieza a
caer, la confianza de quien trabaja la tierra con dedicación.
Cuando te
moriste de verdad no fue como en los sueños que había tenido. Caminé por la
sala velatoria como si hubiera estado leyendo un libro en otro idioma, algo que
no entendía por más que reconociera los caracteres. Vos no te podías haber
muerto, de la misma manera en la que no había palabra en los trazos de las
letras que se desdibujaban en mi campo de visión.
Había pasado
años viéndote sin verte. Haciendo carteleras para el trabajo, armando resúmenes
para alguna materia de la facultad, cocinando tarta de jamón y queso, bajando
al papel algún recuerdo, recibiendo gritos, atestiguando peleas familiares, hablando
con otras personas, aferrada a un libro, mirando carteles en el subte, riendo
en un bar, caminando por alguna cuadra del centro, tu nombre caminaba toda la
ciudad, recorría avenidas de pavimento, ubicaba pasajes con calles de adoquines,
encontraba la forma de venir a mí. El campo magnético no se quebraba con
ninguna distancia, mi cuerpo vibraba cada tanto, me decía que quería volver a
tu lado, a tu sonrisa sin ruido, a tus ojos que preguntaban “¿qué le pasa mi
niña?”.
No volví. Quizás
por eso el velatorio parecía en otro idioma. O más bien, como si yo fuera una
pieza de otro rompecabezas. Todos los demás encastraban con otras piezas y formaban
el paisaje: las compañeras de la facultad de psicología, las amistades del
grupo que sí se habían quedado a tu lado, los conocidos del trabajo, tus
familiares. ¿Qué hacía ahí si ya no conocía a mi muerto? Me acerqué al cajón y
me dolieron los rulos acomodados en tu frente, esos rulos que no había podido
conocer en vida, que sólo había visto en fotos de redes sociales.
Me acerqué a los
que pude, a los que me animé, y les pedí que me contaran de vos. No me alcanzó
el abrigo para el fresco en la piel que tuve esa noche, las ganas de fumar me hicieron
temblar las manos, escuché, escuché, escuché. No me sentí con permiso para
llorar ahí, entre todos los que sí salían a cenar con vos, entre los que
festejaban cumpleaños juntos, entre los que habían compartido días con el hombre
que no conocí.
Me siento en
cierta medida egoísta cuando lo hago. Cuando el pecho aprieta, la garganta
queda atrapada en un cascanueces, cuando la cara se estruja como un trapo y
deja caer estas gotas que para mí tienen mugre. Usé el negro del luto un mes,
lo transformé en una cinta en la muñeca que me acompañó más de un año, en el
que de a poco los colores encontraron su lugar en mi placard. Vos te moriste y
yo me reinicié, se me acabó el juego y le dí replay para hacer otros caminos en
el mapa.
Un recuerdo es
lo que extraño. Desde antes de que te murieras. Tuve una marcha de bronca
conmigo por eso. De vez en cuando vuelve el látigo, pero la culpa ya hizo huelga.
Te extraño, aunque te haya vuelto un extraño. ¿Está mal, Enzo? Uso tu imagen,
imagino tu voz, cuelgo la ropa, lavo los platos, tomo un té y te hago preguntas
porque es más fácil imaginar que vos tendrías las respuestas, que podrías
guiarme con amor, como solías hacer.
Tomé un tequila
en tu honor hoy. Qué lástima que no haya sido un chinchin en un bar, amigo.
Felices
cuarenta.