11.4.14

Espejismo - Dicotomía permanente

Este soy yo.
Esta panza incipiente redondeándose cada día más, estos anteojos torcidos y con los vidrios sucios, este pelo grasoso y despeinado porque hoy no me quise bañar.
Moradas o verdes, no estoy seguro, pero definitivamente marcadas ojeras encuadran los cansados ojos.
Aflora la barba desprolija y el desgano está grabado en mi rostro. Mejor dicho, mi rostro es el rostro del desgano. Acompañado por la desidia, claro está.
Ustedes se preguntarán qué pasó. ¿Cuando te volviste así?
Pero no. No es la pregunta correcta.
No me volví así, siempre fui así. Lo traté de ocultar, en vano obturé cada poro por donde la insatisfacción trataba de escapar, llené de nuevos deseos y planes cada hueco que la amargura abría, me perdí noches y días enteros en hojas de diferentes libros, de distintos autores, con diferentes historias. Vi series de suspenso, de terror, de ciencia ficción, una más intrigante que la otra, una más adictiva que la otra, dejando que la curiosidad le diera suficiente sentido a mis días. Me junte con unos amigos, con otros, con otros. Dejé pasar el tiempo. En vano.
De nada sirve escaparse de uno mismo, no.
La soledad interna, esa bastarda, siempre estuvo ahí, jamás se alejó ni un paso de mí, estaba dentro mío. Todo lo que hacía era inútil. Era una amalgama mal colocada, que en algún momento se iba a salir. Iba a pasar. Está pasando.
Esta mañana no fui a trabajar. Me quedé solo en casa gracias a un par de ¿hombres? que decidieron cortar accesos de la ciudad. Los vi en la televisión, mientras juntaba energías para salir de la cama: un par jugaban al fútbol sobre la autopista; en una distinta, otros dormían. Realmente yacían tendidos sobre el asfalto, ese asfalto que hubiese sufrido el rápido roce de miles de neumáticos si las cosas hubiesen sido de otro modo. Pero no, el país se va al caño y tenemos que ir a dormir a los principales accesos de la ciudad, compañeros, para demostrar lo mal que está todo.
De todos maneras, gracias a estos simpáticos sujetos, tuve un día atípico en la rutinaria semana laboral. Un respiro de la costumbre, de levantarse maquinalmente a las ocho y media, salir de la cama ocho y cuarenta, bañarse, ponerse la ropa interior, la camisa, los pantalones, las medias, como quien no quiere la cosa peinarse un poco y salir a la calle. Nueve y veintidós minutos y se me fue el colectivo, fugaz mancha roja ese ciento ochenta y uno, y tengo que esperar hasta las nueve y media pucha, finalmente viajar en el colectivo y mirar el paisaje en constante cambio, las casas de los vecinos y de los ya no tan vecinos. Bajar a las corridas, saludar al gato de la cuadra. Llegar finalmente y pasar seis horas trabajando y cuando se puede, pensando, leyendo, y vuelta a meditar o jugar algunos crucigramas.
Estos tipos me salvaron de la rutina, pero me dejaron solo conmigo.
La ciudad dormía. Existía sólo de puertas hacia dentro. Nadie en las calles. El silencio era un manto extenso que lo cubría todo. Ningún medio de transporte funcionando. Era la desolación, el desierto, y el vacío.
Oh, ese bendito vacío. Viniendo a llenar, curiosamente, todo mi ser. ¿Alguna vez se preguntaron cómo es que el "vacío" llena, abarca? Esas cosas de las palabras...
Me pasé el día ordenando, una cosa tras otra. Sin dejar de pensar, no lo olvidemos, sin dejar de pensar.
Porque todo es mera distracción. Pero adentro los engranajes corren a mil. Una idea secunda a la otra, como si yo fuera un testigo y estuviera en la carrera de relevos, viendo como una mano me pasa a otra y así sucesivamente.. pasando de mano en mano, de idea en idea. Pero jamás llego al final. No logro siquiera vislumbrar el podio. Siempre en ese círculo vicioso de maquinarse, maquinarse y maquinarse hasta que todo pierde sentido y sufrir. Sufrir porque nada tiene sentido. Me agarra la soledad, me agarra el hastío. Me tapa, me cubre, como el silencio cubre la ciudad hoy. Así, de manera absoluta.
Y nada por hacer. Termino por sentirme preso de mi propio cuerpo. De mi propio cráneo. La frente duele por tener el ceño fruncido durante tanto tiempo. Todo es una estupidez.
Volví a la cama.
¿Qué puedo hacer? No sé qué hacer. No es por realizar cosas, no pasa por ahí la cuestión, no sé qué es. Porque de todas las cosas que hago, en realidad nada queda. Me siento perdido. Como una brújula rota que apunta en cualquier dirección. Constantemente en la nada. En el todo. ¿En dónde?
Me acosté. Me cansé de pensar. Me dediqué a imaginar que dentro de mí había otro sujeto. Uno que es un poco más... ¿libre será la palabra?  Uno que vive más tranquilo. Que no se hace tantos problemas. Que disfruta el momento. Que tiene metas y planes que cumplir, y que eso le da un sentido, una dirección. No analiza mucho las cosas. Un hombre con estructura, no un desestructurado como yo que está tan fuera del marco.. que termina por estar adentro de otro, sin poder salir. Imaginé que ese hombre sería feliz en su trabajo. Que le molestarían las cosas triviales, como que una gota de café deje una mácula en la perfecta camisa. Sería un sujeto poco profundo. Viviría su vida casi sin darse cuenta, diría. Me sentí aliviado. Sería como yo, pero distinto. En realidad, él es también yo. Vive en mí. Por eso tanto pesar. Porque quisiera vivir sin darme cuenta también, estar del otro lado. Pero tengo un pie en cada lateral de la línea divisoria. Entonces este tipo que soy yo, se pelea con el otro tipo que también soy yo. Así estamos, hechos un lío.
Me vi reflejado, como en un espejo. Yo, frente a mí mismo. Los mismos ojos cansados, el mismo pelo grasiento, los mismos anteojos torcidos. ¡Incluso la misma panza! Pero con otro gesto en el rostro. La cara de la inocencia, de la ignorancia, de ser uno más. Estaba estirando mi mano para alcanzarlo, para sentir la realidad de sus facciones, cuando desperté sobresaltado.
Me levanté todavía fascinado por lo real que se había sentido. Había estado tan cerca de tocarlo. Tomé un vaso de agua. Estaba fresca, fluyendo por mi garganta, refrescándome. Miré el living, tan quieto, tan tranquilo. La mesa ordenada, la cocina con los platos limpios. No conseguí juntar las necesarias y suficientes ganas como para cocinarme algo. Me dio pena romper el orden. Me pareció difícil. Después tendría que lavar todos los utensilios. Ganó la vagancia. O más bien esa sensación de tinte culpable que tiene el hecho de alterar algo que ya está ordenado. Como un ultraje al estado natural de los objetos. Imposible de concretar.
Volví a la cama. El frío traspasaba la persiana, se sentía en la punta de mi nariz, útil indicador. Decidí sacar la frazada del placard. Grande, pesada. Entre ella y las sábanas me acobijé. Seguí pensando en el sueño, mientras empezaba a sentir el calorcito tan particular que se produce entre las sábanas y el cuerpo, pensando que mañana otra vez tendría que despertar a las ocho y media, y vuelta en la rutina. En eso estaba cuando lo vi. Estaba otra vez frente a mí mismo. Me miraba. Estiré nuevamente la mano para comprobar la autenticidad de la copia, estaba casi llegando a rozarla cuando me recorrió un escalofrío en la raíz de mi ser, una sensación de pies a cabeza, de punta a punta, de algo que no es correcto, de algo que no está bien, de alarma. No pude frenar a tiempo. Mi mano hizo franco contacto con la piel, con los pelos de la barba desprolija, de mi barba desprolija, cuya boca sonreía con un gesto siniestro. Quedé mirándolo, hasta que pasé a ver mi expresión de espanto, de miedo y sorpresa, los ojos abiertos, inundados de pavor, la boca semiabierta, el brazo extendido, la mano tocándome la mejilla. Me vi desaparecer mientras él dormía despreocupado en mi cama y entonces comprendí que ya no podría volver.

Era así entonces. Él era yo.